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En retrospectiva, viajando históricamente a la época preeisteniana, se observa que no solo los físicos defensores de la naturaleza ondulatoria de la luz creía en la existencia del éter cósmico, sino que también lo creían aquellos pertenecientes a las otras ramas de la física, dado que el éter explicaba algunas propiedades térmicas, de manera muy semejante, como en la actualidad, lo hacen los fonones, según lo exponen los físicos rusos, Isaac Kikoin y Abraham Kikoin,[1] al indicar que el movimiento molecular térmico está condicionado a la presencia o ausencia del fonón. De modo que para el cero absoluto los fonones no están presentes, y que, con el aumento de la temperatura crece su número, pero no en forma lineal sino que, para temperaturas bajas, lo hace proporcionalmente al cubo de la temperatura.
Los textos de estudio de esa época decían al respecto:
En efecto, cuando la física todavía no había pasado el umbral de la Teoría de la relatividad, ni menos aún, el correspondiente a la mecánica cuántica, se podía leer en la Enciclopedia Británica, un artículo respecto de la existencia del éter que decía así:
Sustancia propuesta por Maxwell, que hoy, en muy ínfima parte podría ser semejante a la materia oscura, dado que se trata de una "materia hipotética" de composición desconocida, que no emite o refleja suficiente radiación electromagnética para ser observada directamente con los medios técnicos actuales pero cuya existencia puede "inferirse" a partir de los efectos gravitacionales que causa en la materia visible. La "materia oscura" constituye la gran mayoría de la masa existente en el Universo observable.
El éter, también constituía el medio a través del cual se propagaban las ondas luminosas en el espacio. Postulado al cual, el físico francés Jean B. Foucault se adhería, dado que él en el año 1850 demostró que la velocidad de propagación de la luz era menor en un medio más denso, de donde dedujo que la luz no podría ser corpuscular como —anteriormente— lo había propuesto Newton, sino que, a su enterder sugirió que la naturaleza de la luz debía ser necesariamente de carácter ondulatorio.
William Pepperell Montague,[3]: 322–323 relata que el espacio preinsteniano era estático e infinito en todas direcciones, pero su asombrosa grandeza quedaba compensada por su simplicidad. Además, estaba lleno de una sustancia inmóvil, invisible y continua, llamado éter, que conducía las ondas luminosas de estrella a estrella y de átomo a átomo, y a través de este pacífico océano nadaban todos los cuerpos como peces. Se suponía que con experimentos adecuados se podría descubrir la dirección y la velocidad con que se movía nuestro planeta y todo el sistema solar respecto al éter inmóvil.
Naturalmente, en ese espacio euclídeo no sólo había materia y energía, sino también el tiempo infinito, que era independiente del espacio y de la naturaleza aún más simple. De hecho, este tiempo antiguo era tan simple y evidente que no hacía falta hablar de él. Cuando dos cuerpos se atraían mutuamente hasta chocar, se alejaban por rebote, pero no tan aprisa como se habían reunido. Alguna parte de su movimiento o energía pasaba primero a las partículas que los componían y después al éter que los rodeaba, donde se disipaba en forma de onda de luz o de calor radiante. El resultado final era el que podía esperarse: el desenlace de un relato en el cual toda la materia se habría de concentrar en un montón inerte y la energía degradada en forma de radiación se extendería para siempre a través del mar sin orillas del éter vacío. Parecía que el viejo mundo corría hacia su terminación.